De un golpe abrí la puerta,
 y con suave batir de alas, entró
 un majestuoso cuervo
 de los santos días idos.
 Sin asomos de reverencia,
 ni un instante quedo;
 y con aires de gran señor o de gran dama
 fue a posarse en el busto de Palas,
 sobre el dintel de mi puerta.
 Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
 cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
 con el grave y severo decoro
 del aspecto de que se revestía.
 “Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
 no serás un cobarde,
 hórrido cuervo vetusto y amenazador.
 Evadido de la ribera nocturna.
 ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
 Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

 
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